Esta mañana me he levantado literalmente con el pie izquierdo. Casi a gatas
me colé dentro del transporte de siempre. Y allí, donde las prisas no pueden
devorarme, me descubrí a medio vestir, con una par de ojeras cuasi verdes, y
sin el cepillo de dientes.
Escondida tras mis gafas oscuras, por primera vez en la semana caí sobre la
cuenta de esa libélula hecha a todas las fugas que es a veces mi musa. Y en
medio de la estrechez a la que me condenó el improvisado asiento, le subí el
tono a mis audífonos y Sabina retumbó fuerte en mi cabeza, como quien viaja a lomos de una yegua sombría…
Entonces reparé a la fuerza en el señor sentado delante de mí. Era quizás
un poco mayor que mi padre, de usos 60, tal vez. Llevaba camisa a rayas en
tonos café, y tenía buena apariencia, solo que después de unos minutos comencé
a percatarme de una mirada insistentemente suya clavada en mi nuca, y con toda
alevosía, supuse.
Los que viajan en el transporte público deben imaginar que ahí dentro se
hace imposible evitar las miradas ajenas. Una solo tiene tres posiciones para
socializar, mirada al frente o a ambos laterales, y para eso con poco ángulo.
Así media hora después yo ya casi presentía como este señor me desnudada con la
vista, era una desagradable sensación de ser hurgada, deglutida, violada por
aquella mirada cansada.
La música en mis oídos me sacó de a pocos de aquel escrutinio forzado. Me
refugiaba en las metáforas deliciosamente escogidas por el español, tratando de
sacarle a aquellas historias un poco de inspiración negada, mientras agradecía
el soplo de aire fresco que es un poco de poesía para iniciar la mañana.
En esas llegué a Las Tunas. Me bajé como pude entre la multitud y cuando
estaba a punto de perderme en la esquina una mano me hizo señas desde encima
del camión. Era el hombre de la camisa a rayas…Otra en mi lugar se hubiera ido,
pero el coraje se me coloreó ipso facto
y preparé a las bajas un monólogo para dejar por los suelos a aquel fantoche
que podría ser mi abuelo. Quien me conoce sabe exactamente que no alardeo
cuando digo que estaba preparada para verme las caras con el señor, y tanto que
tuve que cerrar la boca por miedo de que aquellos posibles improperios se me
salieran solitos, y antes de tiempo.
El hombre fue directo. Me dijo algo así como que perdonara su indiscreción,
pero resultaba que me parecía mucho a su hija, por eso había estado mirándome
todo el camino. Y antes de que yo pudiera abrir la boca sacó una foto picada a
la mitad, y allí dentro me encontré a una muchacha muy blanca, con el pelo hecho
rizos revueltos…
Solo atiné a subir la mirada, con la vergüenza más tangible que me ha
rozado en la vida. Y aun cuando corra el riesgo de caer en un inevitable lugar
común, debo decir que el hombre de la camisa a rayas hizo una mueca
extrañamente amable, y con los ojos muy, muy rojos guardó su foto.
Se fue de prisa, sin dejarme hablar una palabra, como para que la
insensible insolencia que me ha había poseído antes me restregara en la cara
todo el peso de mi nudo en la garganta. La ofuscación de aquel hombre escondía
en el rostro quien sabe qué nostalgias, pero mi apuro de aquella mañana me
había cegado o idiotizado detrás de mis gafas oscuras.
El hombre de la camisa a rayas me dio la mejor de las lecciones. De camino
al trabajo apagué la música en mi cabeza para mirar, ahora sí, la mañana y
volví sobre la suerte de que el argumento que busco no está solo en las
canciones de Sabina. Puede ser una bendición que un desconocido te deje sin
palabras, con el rimel corrido en una esquina cualquiera.
Lo más triste es que la vida, a
veces tan dura, nos cierra los ojos al dolor o las nostalgias de los otros, y
perdemos las pequeñas cosas del día a día, esas que siempre se esconden en
rostros sencillos, pero que cuando te
alcanzan, te dejan de bruces, raramente con las manos llenas.
Tata... me gusta, es como el poema de Carilda que dice que a veces el milagro aparece en una acera... solo que a veces no se trata literalmente de amor de pareja... también de otros amores. Felicidades por el blog... besitos.
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