Carlos Jesús |
Como a quien nunca alcanzó
el destiempo, me vuelven de vez en vez sus primeros borgeos. Y en esa suerte de
enigma gutural he querido yo perderme. Porque mi niño ya tiene nueve años, no
se deja llevar de la mano, no da besos a la puerta de la escuela, y frente a
las niñas, me regaña entre dientes, cuando mis ansias de tía empedernida se
cuelgan de su cuello a la salida.
Esta cabeza mía, revuelta y
despistada, anda siempre perdiendo las
cosas en los recovecos más inciertos del hogar. Y estaría bien agregar que no
son exactamente muchos metros cuadrados para la búsqueda.
Este fin de semana extravié
unas fotos para carnet. Y se me ha revuelto en algún lugar de la memoria,
muchos años atrás, una historia similar.
Estaba yo apenas en la Universidad. De
mi vieja cartera café saqué un sobre, justamente con tres instantáneas,
cantidad exacta para una nueva identificación. Me metí por un largo rato al
baño. Unas horas después, ya vestida, con los sellos legales comprados y hasta
con un turno previamente gestionado, eché abajo la casa, más de una vez,
invoqué hasta a lo desconocido, y nunca aparecieron las fotos.
Cómo salí de aquel trance
ya ni recuerdo. Pero unos meses después se aclararon todas mis dudas. Y tuve
que renunciar, tristemente a las explicaciones paranormales que acaricié por
las bajas.
El pequeño Carlos Jesús (mi
sobrino), tenía escasamente tres añitos y en su afán de ser siempre tan
independiente se había conseguido una guarida. En un rincón del piso, con la
mesa del comedor al lado, escondía a las claras, sus cosas más personales, todo
adentro de la mochila azul con la que fue al Círculo Infantil en el Jardín de la Infancia. El día anterior le
había visto yo arrastrarla hasta su
cuarto y me picó la curiosidad de hurgar allá adentro.
Con razón no podía
levantarla, estaba ciertamente muy pesada aquella mochila-bitácora. Una vez
corrido el zipper encontré una
naranja, plastilinas multicolores, bolas, fichas de dominó y ajedrez, la cadena
oxidada de su velocípedo (inhabilitado por maltratos múltiples), goma de mascar,
crayolas, unas bonitas y grasientas tuercas de diferentes tamaños, un martillo
modelo estándar. Y ahí, entre serpentinas, un cuaderno martiano y un globo, mis
fotos para carnet.
Para colmo de males, el
dueño de aquella “botija” me sorprendió con las manos en la masa. A las claras
se puso muy, muy bravo. Yo en cambio salí por aquella puerta con los dedos
llenitos de grasa y hollín, pero tan raramente feliz que apenas conseguí
tragarme la sonrisa.
Este fin de semana he
vuelto a extraviar unos retratos. Con una absurda esperanza le he preguntado a
mi niño si acaso ha alcanzado a verlos. Y me ha dicho con total desapego que
él, ya no tiene tiempo de recoger mis cosas perdidas.
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