Me preguntas??? Estas ansias escapan a la mera definición de profesión; son de alguna manera una especie de estigma o esencia que encuentra las palabras exactas para enmarcarte en una condición más que en un concepto… y luego la realidad es más sencilla o más complicada?: escribes porque vives y vives porque escribes.

lunes, 5 de noviembre de 2012

¿Te duele algo, mamá?


Entre la pañoleta roja y el uniforme escolar se le vino abajo la mañana con un dolor fortísimo en los huesos. Casi a tientas llegó al borde de la cama. Arregló como pudo al inquieto cuerpecito que con unos ojos ansiosos parecía preocupado. Y cuando ya asomado en la puerta le preguntó. ¿Te duele algo, mamá? Ella sintió que una fuerza invisible martillaba con saña allá bien profundo, en cada músculo suyo. Pero solo negó con la cabeza.
Sin el pequeño en casa se creyó más aliviada. Luego, una fiebre súbita comenzó a colarse por debajo de su ropa, y por primera vez desde que sintiera aquel rubor en la cara comprendió que esta calentura no se parecía en nada a las anteriores. Era como si la propia temperatura fuera calando, ella misma, sus articulaciones. Y sin saber por qué le vino a la mente una frase conocida: “fiebre rompe huesos”.
Este catarro debe haber venido del mismísimo infierno, pensó Gisela, mientras se vestía luchando contra las prisas. De camino al trabajo, el estómago se le revolvió unas cuantas veces. Y ella pensó que tal vez la comida de la noche anterior, entre la telenovela y la tarea escolar de su hijo, había terminado por rebelarse, de una vez y por todas.
Apenas a media mañana ya su cuerpo era una sombra pálida, medio desvanecida y descompuesta. Su compañera de oficina se atrevió a diagnosticarla. Como buena cubana culpó al estrés, resultado de tantas limitaciones, estrechez económica y carencias. Pero a Gisela no pareció servirle la prescripción.
A duras penas logró terminar la jornada laboral. El carro del trabajo la llevó hasta su casa, en el reparto Sosa de esta ciudad, y aunque el chofer insistió en dejarla en el hospital, ella se rehusó de golpe. La razón fue clara. Una madre no tiene tiempo para enfermarse. Pero cuando se dispuso a entrar a la cocina le fallaron las fuerzas, y entonces solo pensó en dormir, dormir y dormir.
En lo adelante los síntomas solo arreciaron. Las náuseas siguieron y con vómitos y diarreas. Unas erupciones raras aparecieron súbitamente en su torso. Y lo peor fue aquel desconocido dolor en la cabeza y en una parte imprecisa, allá adentro de sus ojos. Gisela ya no solo pensó en ella, le entró pánico de contagiar a su hijito. Entonces no hubo más remedios que irse al hospital.
Los médicos le reclamaron la demora. Y contra su voluntad ese día no pudo volver a casa. Ya dentro de la sala tuvo mucho tiempo para pensar. Ella era muy respetuosa del autofocal, tenía su pequeña casa siempre limpia y los desechos sólidos permanecían tapados. Algo de seguro le pasó por alto.
Pero en medio de aquel paisaje de hospital, los colores del enojo le desbordaron el rostro. Recorrió de memoria su barrio de siempre, cada recoveco le vino a la mente. Se percató de aquel basurero a la vuelta de su casa, del patio de su vecino y el viejo neumático por el que le multaron, y que aún seguía en una esquina, desafiando las lluvias y el sol. Volvió sobre la cuenta de aquel corral de cerdos tan cerca de su casa, del hedor nauseabundo en el patio contiguo.
Poco a poco las dudas se disolvieron entre las paredes verdes. Gisela sintió en los hombros una responsabilidad que desconocía. Empeñada en cuidar a su hijo a puertas cerradas, olvidó que la higiene del entorno termina afectándonos a todos.

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