Entre la pañoleta roja y el uniforme escolar se le vino
abajo la mañana con un dolor fortísimo en los huesos. Casi a tientas llegó al
borde de la cama. Arregló como pudo al inquieto cuerpecito que con unos ojos
ansiosos parecía preocupado. Y cuando ya asomado en la puerta le preguntó. ¿Te
duele algo, mamá? Ella sintió que una fuerza invisible martillaba con saña allá
bien profundo, en cada músculo suyo. Pero solo negó con la cabeza.
Sin el pequeño en casa se creyó más aliviada. Luego, una
fiebre súbita comenzó a colarse por debajo de su ropa, y por primera vez desde
que sintiera aquel rubor en la cara comprendió que esta calentura no se
parecía en nada a las anteriores. Era como si la propia temperatura fuera
calando, ella misma, sus articulaciones. Y sin saber por qué le vino a la mente
una frase conocida: “fiebre rompe huesos”.
Este catarro debe haber venido del mismísimo infierno, pensó
Gisela, mientras se vestía luchando contra las prisas. De camino al trabajo, el
estómago se le revolvió unas cuantas veces. Y ella pensó que tal vez la comida
de la noche anterior, entre la telenovela y la tarea escolar de su hijo, había
terminado por rebelarse, de una vez y por todas.
Apenas a media mañana ya su cuerpo era una sombra pálida,
medio desvanecida y descompuesta. Su compañera de oficina se atrevió a
diagnosticarla. Como buena cubana culpó al estrés, resultado de tantas
limitaciones, estrechez económica y carencias. Pero a Gisela no pareció
servirle la prescripción.
A duras penas logró terminar la jornada laboral. El carro
del trabajo la llevó hasta su casa, en el reparto Sosa de esta ciudad, y aunque
el chofer insistió en dejarla en el hospital, ella se rehusó de golpe. La razón
fue clara. Una madre no tiene tiempo para enfermarse. Pero cuando se dispuso a
entrar a la cocina le fallaron las fuerzas, y entonces solo pensó en dormir,
dormir y dormir.
En lo adelante los síntomas solo arreciaron. Las náuseas
siguieron y con vómitos y diarreas. Unas erupciones raras aparecieron
súbitamente en su torso. Y lo peor fue aquel desconocido dolor en la cabeza y
en una parte imprecisa, allá adentro de sus ojos. Gisela ya no solo pensó en
ella, le entró pánico de contagiar a su hijito. Entonces no hubo más remedios
que irse al hospital.
Los médicos le reclamaron la demora. Y contra su voluntad
ese día no pudo volver a casa. Ya dentro de la sala tuvo mucho tiempo para
pensar. Ella era muy respetuosa del autofocal, tenía su pequeña casa siempre
limpia y los desechos sólidos permanecían tapados. Algo de seguro le pasó por
alto.
Pero en medio de aquel paisaje de hospital, los colores del
enojo le desbordaron el rostro. Recorrió de memoria su barrio de siempre, cada
recoveco le vino a la mente. Se percató de aquel basurero a la vuelta de su
casa, del patio de su vecino y el viejo neumático por el que le multaron, y que
aún seguía en una esquina, desafiando las lluvias y el sol. Volvió sobre la
cuenta de aquel corral de cerdos tan cerca de su casa, del hedor nauseabundo en
el patio contiguo.
Poco a poco las dudas se disolvieron entre las paredes
verdes. Gisela sintió en los hombros una responsabilidad que desconocía.
Empeñada en cuidar a su hijo a puertas cerradas, olvidó que la higiene del
entorno termina afectándonos a todos.
No hay comentarios:
Publicar un comentario