Para muchos cubanos la idea de hospedarse
en un hotel, con “todo incluido”, es algo así como un cercano paraíso donde el
estrés del día a día no puede alcanzarnos. Hace muy poco me tocó descubrir con
pasos propios las historias ajenas. Y no sé si es mi suerte enrarecida, la
vuelta de “el legendario chino detrás” u otro día en los que manda el pie
izquierdo, lo cierto es que aprendí, con creces, que irse de vacaciones no
siempre es, exactamente vacacionar.
Pero la odisea ya se anunciada desde el
inicio de la mañana.
Con una de esas amigas con quien los lazos son sanguíneos aunque las nociones elementales de la biología digan que no, compartí la travesía. Y allá nos fuimos, cargadas de expectativas y esperanzadas en una buena “botella” hasta Santa Lucía. Después de horas aterrizamos en tierra firme cuando nos quedamos fuera del único transporte que olimos hasta el momento, una carreta para animales, donde la lucha al cuerpo a cuerpo con una docena de lugareños no bastó para abordar.
Con una de esas amigas con quien los lazos son sanguíneos aunque las nociones elementales de la biología digan que no, compartí la travesía. Y allá nos fuimos, cargadas de expectativas y esperanzadas en una buena “botella” hasta Santa Lucía. Después de horas aterrizamos en tierra firme cuando nos quedamos fuera del único transporte que olimos hasta el momento, una carreta para animales, donde la lucha al cuerpo a cuerpo con una docena de lugareños no bastó para abordar.
Minutos después llegaría nuestra tabla de
salvación, limitada por supuesto hasta algún lugar impreciso en el que nunca
habíamos estado. La única compañía en aquella desolación de color verde era una
manada lejana de vacas o toros y una cosecha de marabú a ambos lados. En
realidad no se veía tan mal el panorama, pero las cosas suelen cambiar.
El dueño de las reses llegó de un momento a
otro montado en un caballo y escoltado por un perrito café; con el arreo las
vacas se pusieron como locas. El dueño vociferó en una jerga rara que no tuviéramos
miedo, que sus reses eran mansitas, mansitas, pero cuando una se escapó de la
manada a gran velocidad, justamente hacia donde estábamos, y amenazó con
embestir al perrito, ahí yo empecé a correr despavorida en círculos, rezando (y
que Yetel me perdone) porque su camisa rosa distrajera a la vaca hasta que yo
pudiera llegar al marabú o colarme sobre el caballo del hombre.
Quienes me conocen suelen quejarse porque
algunas veces tengo tendencia a la exageración, pero mientras escribo me juzgo
y la verdad es que estoy siendo hasta sobria. La cosa ciertamente pintaba mal,
al punto de que en ese momento, gracias a Dios, pasó una guagua en dirección
contraria y allí mismo nos montamos, aliviadas a pesar de la regresión porque
cuando se corre, literalmente por la vida, que más cuesta un ligero retroceso.
Para no agobiar llegamos al mediodía hasta
el hotel El Gran Club de Santa Lucía y
mientras esperábamos a ser atendidas yo meditaba que lo peor que podía
sucederme ese jueves era la posible embestida de aquella vaca delirante, pero
que equivocada estaba…
Después de entregar la identificación y la
constancia de haber reservado de antemano, la encargada amablemente nos planchó
con el hecho de que nuestra reserva nunca había sido notificada y el hotel
estaba lleno.
Yo que me tenía por avezada en las
relaciones públicas me quedé desarmada con el “peloteo” que vino después, juro
que nunca imaginé que estas cosas sucedían también en instalaciones de turismo.
En fin, barrí con mi vestido largo aquel lobby en vano. Esperamos 40 minutos
fuera de la oficina de un señor que nunca dejó de hablar por teléfono y al
final ni siquiera se dignó a atendernos.
A esas alturas yo estaba exhausta,
hambrienta, indignada, con ganas de llorar y solo pensaba en la idea de irme
para mi casa y no volver a mendingar allí un poco de atención. Mi amiga Yetel,
periodista también y mucho mejor negociadora se hizo cargo de la situación y
finalmente logramos hospedarnos en el hotel Caracol, donde la amabilidad nos
llegó a manos llenas y casi fue como sentirnos en casa.
Debo ser justa. El panorama cambió y unas
horas después ya había olvidado que estuve a punto de regresarme por aquel
camino endiablado. Mis pequeñas vacaciones en resumidas cuentas fueron
geniales, aunque el tiempo juega malas pasadas, a veces se va como volando y
nos deja con la sensación de querer haber hecho más.
Dudo
que vaya yo a olvidar cada pedazo o anécdota de esa instancia que de seguro ya
califica entre los mejores 20 momentos del año en el resumen de facebook. Pero
no dejo de pensar en el hecho de que es muy triste, que un cubano, con todo el
sacrificio que sobreentiende, alguna vez pueda sentirse como yo en aquella
ocasión, menos que nadie, como “cualquiera”, cual rechazado en su propio país.
No hay comentarios:
Publicar un comentario