Tenía unos
ojitos apagados, un mechón casi blanco en el pelo y siempre iba sucio o con la
ropita descuidada. Era el vecino pequeño de una amiga, prácticamente lo
habíamos visto crecer. Nosotras ya pasábamos los 15 y el apenas llegaba a 10.
En su escuela era el estudiante con trastornos en la conducta, el indeseable
patico feo que todos evitaban, pero más adentro había solo un niñito escondido
al que nadie nunca quiso ayudar.
Esta mañana
lo recordé otra vez, como si se hubiera quedado intocado en algún rincón de la
memoria.Yo esperaba la guagua de pase en un banco del parque y lo vi llegar con
una maleta de madera, casi más grande que él. Se sentó conmigoy comenzamos una
conversación que después yo guardaría por mucho más tiempo que una simple hora.
Me
contó que finalmente lo habían mandado
para la Escuela de Conducta, allí estaba por primera vez esperando la guagua,
por eso llevaba aquella arcaica maleta con un candado gigante. Y la cuestión al
parecer le había costado muy cara. Entonces se quitó la vieja camisa y me mostró
las marcas de la hebilla del cinto de su padre, clavadas ahí como un estigma en
la espalda de un niño pequeño que no podía defenderse.
Recuerdo que
me dijo que no había derramado ni una sola lágrima, sobre todo porque cuando él
lloraba la mamá se metía en medio y como su papá estaba borracho iba a terminar
golpeándola también a ella. Además si se ponía muy bravo, no iba a darle los
5.00 pesos que le había prometido para llevar a la escuela.
Y allí
estaba él, frente a toda mi tristeza, radiante, como si la amalgama de
calamidades que le tocaron en la vida no pudiera afectarle, o tal vez demasiado
chico para cuestionarse en dónde quedaba el afecto, o al menos el compromiso de
quienes lo trajeron voluntariamente al mundo. Quién iba a ponerse alguna vez de
la parte de aquel niño.
Se fue a
dar vueltas por ahí y dejó la maleta a mi cuidado. Yo me quedé en aquel banco
petrificada, dándole mil vueltas al asunto y con una extraña sensación atrapada
en la garganta.
Apareció
enseguida. Venía comiéndose un pan con medallón, con buen apetito. En la otra
mano traía uno para mí. No acepté, por supuesto, y entonces me dijo que sacara un papel y lo
envolviera que quizás más tarde me daba hambre. En aquella merienda se iba más
de la mitad de su mesada y aun así insistía en regalarme el bocadito.
La verdad
es que me dieron ganas de llorar. Y me convencí de que definitivamente en ese
pequeño había mucha bondad, y una transparencia rara, imperceptible para los de
alma dura, para los maestros que no ven más allá de las clases, y el resto del
mundo, demasiado ocupado en lo suyo, como para abrirle los brazos a un
cuerpecito asustado y lleno de moretones.
Es injusto
que los niños que provienen de hogares disfuncionales, con padres alcohólicos y
madres incapaces, paguen por los errores ajenos. Quién puede culpar a un
pequeño por aprender lo único que le han enseñado en la vida, cómo no gritar,
empujar o pegar a los otros, si es justamente lo que ha sufrido en carne
propia.
Hace unas
semanas encontré en la terminal de Las Tunas a aquel niño ya convertido en
hombre. Me costó bastante reconocerlo. Contra todo pronóstico enderezó su
suerte. Se casó con una muchacha de otra provincia, tuvo un par de hijos y
lleva una vida normal. Cuando le pregunté por sus padres me dijo que hacía años
que no los veía, pues iba poco al terruño, no tenía nada que buscar ahí…
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