Gladys es una
mujer que vivió muchos años sometida a los prejuicios ajenos. Hoy parece libre, aunque confiesa que guarda
un resentimiento que la mantiene anclada, con cicatrices de risas en la frente,
por ser simplemente una lesbiana que decidió asumir sus preferencias, aun
cuando la vida se le volvió una hecatombe.
Usa tenis y jean. Lleva el cabello corto y no se
adorna con labial. Esconde bajo el reloj un tatuaje de géminis por aquello de
la doble personalidad, el misterio y la condición de ser inasible. Pero en su
historia hay mucha fragilidad disimulada, sangrando aún por un poco de
aceptación.
Animarla a
conversar fue difícil. Solo accedió a regalar su historia por todas las
mujeres, a las que se les escapa la juventud, sin el coraje de aceptar que su
realidad pinta más de azul que de rosa.
Desde niña siempre pensé que había algo raro en mí.
Mucho tiempo creí que era un problema, que cuando lo descubrieran me iban a
llevar al hospital. Lo oculté de todo el mundo, incluso de mí. Ya en el pre
supe con certeza que era homosexual, y me sentí aterrada.
Eran otros tiempos. La gente tenía la mentalidad
mucho más cerrada. Mi primera relación fue con una profesora. Mi familia nunca
pudo confirmar eso, pero aun así, solo por el comentario mal intencionado de
una amiga cercana me llevé una tunda con un cinto y amenazaron con mandarme
para otra provincia a estudiar.
En mi desesperación me tomé un paquete de
meprobamato de mi abuela, incluso me ingresaron unos días. Y cuando
regresé volvieron a pegarme. Yo negué
todo el tiempo mi relación hasta que la gente se olvidó del tema.
Hoy estoy segura que no afrontar de una vez por
todas mis diferencias fue lo peor que pudo pasarme. Me hice vieja viviendo en
una farsa, una telenovela para complacer a mi mamá, a mi papá y a mis abuelos.
No todo estuvo mal en mi vida. A los 23 me casé con
un hombre buenísimo y tuve los hijos más hermosos que una mujer pudiera
recibir. Y fui completamente feliz por mucho tiempo, hasta que los muchachos
crecieron y cada cual tomó su rumbo. Entonces volví a ser la misma frustrada de
siempre.
Hace un tiempo decidí aceptar mis preferencias
sexuales. Conocí a una muchacha mucho más joven, empezamos un romance y la cosa
explotó en mi familia, con más fuerza incluso que cuando era una jovencita
asustada.
Mi madre me dijo que menos mal que mi papá estaba
muerto para que no sintiera tanta deshonra. Y mis hijos me dejaron de hablar
hasta hace poco. Yo seguí haciéndolo todo en casa, lavando la ropa, sirviendo
la comida, pero sin que nadie me mirara a la cara, como si hubiera cometido un
crimen.
Que nadie lo dude, la lesbianas somos las más
discriminadas. Los hombres dejan a sus familias y hacen otra vida y la gente lo
asimila, pero es como si la mujer no tuviera derecho a querer la felicidad,
como si esto interfiera en el hecho de ser buena madre.
He sufrido inmensamente la vergüenza que mi hija
siente por mí. Ya no cuenta que me sacrifiqué por darle lo mejor, que cumplí
sus caprichos, que la eduqué con tanto amor. Ahora ella solo ve defectos…
Es triste sentirse rechazado todo el tiempo incluso
por peores personas. Hay familiares que me dicen que me arregle más o me pinte
las uñas, que use creyón. Y la verdad es que eso me duele, porque yo no le digo
a nadie cómo vivir su vida, entonces por qué no me pueden aceptar como soy.
En las cuatro paredes del hogar es donde más grande
son los prejuicios, al menos en mi caso. Y debería ser diferente. Cualquier
cosa es tomada como una ofensa. El hecho de que haya dado mi testimonio, aunque
ni siquiera me haya atrevido a decir mi nombre real, será de seguro una nueva
odisea.
En estos años, las campañas contra la homofobia nos
han ayudado a tener más orgullo, a ser más valientes. Tengo que confesar que
aún estoy muy resentida con algunas personas que me hicieron daño, que se
rieron en mi cara, que me llevaron incluso al borde de no querer seguir
viviendo, pero entiendo que ya es hora de empezar a perdonar.
Todos los días me levanto con la esperanza de que
las cosas mejoren en casa, en la calle, en el mundo. Que la gente entienda que
esta mal robar, mentir, matar, que las preferencias sexuales no deben
crucificar a nadie, que al final solo somos diferentes, ni mejores ni peores. Y
cada noche me acuesto defraudada, al menos por ahora…
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