Cuando
los gases lacrimógenos arreciaron caí de bruces al suelo. Me arrastré como pude
entre aquella ola de asfalto. Pero algo
desconocido se ceñía a mi garganta, mis piernas se paralizaron y ya no sentí
nada más…
El
aire en los pulmones me hizo abrir los ojos nuevamente; estaba echada a un lado
de la acera, un muchacho quemaba de a pocos unas hojas de periódico y las acercaba
a intervalos al rostro de su novia y a mis escasas ganas de incorporarme. El
humo calcinó rápido el gas en el ambiente.
Pero
la cara me ardía como si el mismísimo ácido estuviera devorando cada fibra debajo de mi
piel. Tenía las manos desgarradas, las piedras se habían incrustado en mis
palmas, el pantalón se deshizo en las rodillas, pero no sangraba por ningún
lugar. En medio de aquella suerte de alucinación volví sobre la cuenta del
comienzo de ese día. Era 30 de septiembre de 2010.
Mi
mañana en Quito fue tan fría como cualquier otra, pero no llovía. Llegué al Consejo Provincial
de Pichincha faltando 10 minutos para las ocho. Y en la cuarta planta mi
trabajo empezó sin contratiempos. Unas horas después me sorprendió el bullicio.
Bajé a todas las prisas y me percaté que la Avenida había sido cerrada por unos neumáticos en
llamas. El olor nauseabundo me saltó las lágrimas, pero los eventos más
significativos estaban por llegar.
Una
hora después aquello no parecía una simple manifestación en desacuerdo con las
leyes del servidor público. Un grupo fue separándose de los otros y una
vorágine se gestó en sus gritos: ¡Abajo el presidente!, ¡Abajo el Partido
Alianza País! Y por primera vez en el día sentí mucho miedo.
Con
el testimonio del presidente Correa todo empezó a tener un sentido aún más
siniestro. En las instalaciones del Hospital Militar había sido retenido por
las fuerzas policiales, con una voz enérgica anunciaba que estaban intentado
ponerle fin a su vida. Aquello era el intento de un Golpe de Estado, y la idea
de un posible magnicidio había realzado el gris de aquella ciudad ecuatoriana.
Traté
de llegar a las inmediaciones donde tenían secuestrado al presidente, al menos lo
más cerca posible, pero la
Policía no estaba dispuesta a ceder. En las primeras filas
pude ver rostros muy jóvenes, estudiantes, seguramente, y contra ellos aquellos
hombres uniformados descargaron su saña a pedradas, a golpes de gas, como si
quisieran callarles para siempre.
Mi
lógica tardó mucho en asimilar aquellas rutinas. Y como mala principiante
sucumbí a causa de los gases. Mis amigos me sacaron esta vez, e incluso me vi
obligada a fumar porque el humo parecía una especie de antídoto contra el gas.
Allí, muy cerquita, vi como sacaban en brazos a muchas personas, con lesiones
bien serias, cubiertos de sangre, otros con miembros lastimados.
Me
adentré con unos amigos hasta aquella masa devoradora, pero cuando el grupo
avanzó la respuesta con los gases lacrimógenos no se hizo esperar. Nos
bombardearon con más de una decena. Era imposible respirar.
Así
fue como en mi desesperación terminé sola y desgarrada en el suelo, medio
embestida por aquella estampida humana que fueron mis propios y jóvenes
compañeros, luchando por respirar. Esa noche estuve a las puertas del Palacio
Presidencial compartiendo con aquel pueblo enardecido, el regreso de su
presidente.
Las
aguas tomaron su cauce y yo volví con los míos. Pero incrustado en algún lugar
de la memoria ese día no se borra… los rostros, la sangre, el gas, terminaron
lacerando un rincón importante de mi inocencia. Aún puedo recordar el olor
nauseabundo de los neumáticos en llamas… Hoy hace exactamente dos años de
aquella vez.
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