
Cuando
lo vi convulsionando en medio de la calle no supe que hacer. Lo primero que
recuperé fue una indignación de esas que me hizo quitarme el abrigo. Qué pasa
con esta ciudad dormida, balbuceé como pude entre el gentío que a penas si se
volteó a mirar aquellas formas raras que se quedaban sin vida. Solo a cuatro
metros me dejaron llegar. Desde ahí vi el cuerpo cansado por fin ceder, los
manos descansar en el asfalto de aquella suerte de fantasmagoría que parecía obligarlas a rasgarse.
Durante
unos segundos pude buscar allá dentro en sus ojos, en esa región de soledad
donde nadie nos encuentra. No sé si solo imaginé que también me miraba, o tal
vez descubrió, quiero creer, entre mi pánico y la impotencia algún soplo de
esperanza. Ojalá nunca supiera que en aquella esquina desbordada, poco o nada
importaba su suerte.
Y
muy pronto sabría yo porque. Creo que el hombre de la cafetería me leyó la
confusión en el rostro. “No se preocupe, así es el guagua de las drogas,
siempre es igual”, guagua es el calificativo que en quechua, una de las lenguas
originarias que se hablan en Ecuador, equivale a niño. Pero igual yo ya estaba
preocupada, y sin escatimar intentos el rostro de ese chico no se borra,
presiento que debe haberme lacerado alguna porción imprecisa de inocencia.
Estas
líneas se las debía desde siempre al guagua de las drogas, prometí escribirlas
hace mucho tiempo, cuando rompí la distancia de los cuatro metros, en contra de
todos los reclamos. Conocí por su
hermano la génesis del caos, como fue transformándose en esa sombra alucinante,
capaz de hacer de daño por un poco de porquería en las venas. Pero que a
intervalos aún llora, pide perdón a los suyos y tiene algún consejo que
brindar, lejos de la pesadilla de la drogación.
Y supe que también le encantaba Sabina, era
listo, había empezado la universidad, alguna vez tuvo sueños. Entonces me
invadió la necesidad de escribir, volví sobre la cuenta de que las drogas son
un fenómeno palpable, lamentablemente en todas las sociedades; no se limitan a
grupos, etnias o sexos. Ese joven pudo ser cualquiera,
pude ser yo.
Hay
detalles que nunca tuve, porque hasta los más dañados, aunque no lo parezca, se
inventan garras para defender algún trozo de orgullo. La verdad es que
todavía no me explico como fue medicamente posible que aquel chico sobreviviera
ese día.
No puede haber ningún placer en las drogas. Yo he visto a un chico jadeando, desgarrándose las
ropas en el frío quiteño, alucinando con la muerte y temblando de dolor. Créame,
no se parece al panorama de ninguna película, porque usted no es solo un
espectador, usted esta ahí, el hedor se le incrusta en los poros y los detalles
de la realidad superan, con creces, cualquier ficción.
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