Tengo una amiga entrañable, casi hermana. Lo
sé porque sus cosas me duelen también en el pecho, ligeramente a la izquierda,
como si la sangre fuera un mero pretexto a la hora de escoger a los nuestros.
Hace algunos días compartimos una fatalidad.
Su abuelo se fue de este mundo a plena mañana, sin preámbulos ni despedidas. Y
ella estaba lejos, como tantos cubanos que buscan prosperidad en otra patria,
pero siguen soñando con volver y cuentan los días porque el hogar nunca deja de
estar en su vuelo.
Antes de irse, con la fuerza de ese último
abrazo que todavía está latiendo, mi amiga solo pidió tiempo “espéreme abuelo,
porque voy a volver pronto para comprarle una casita, me tiene que esperar…”.
No supe qué decir entonces. Aún con los días
creo que es difícil atreverme a romper el silencio porque los sentimientos no
son palabras. Pero una verdad se me ha revuelto dentro, la vida es
terriblemente efímera. Y me ha hecho reflexionar, no de las multitudes que
emigran, o como pega fuerte la nostalgia y si vale la pena o no. Tampoco sobre
los designios de la muerte ni las cicatrices del dolor. Me he puesto a pensar
en la familia, el único refugio ante las adversidades, sin importar las
distancias o el tiempo.
Los más sabios aseguran que es el hogar donde
se liberan las tensiones, un espacio en el que nada puede tocarnos, el tiempo
exacto para aligerar las pesadas cargas del día a día y lograr sentirnos a
salvo. Pero la realidad, al menos la que yo alcanzo ver, no pinta los mismos
colores.
Muchas veces es en casa donde más nos
estresamos. Y el regreso del trabajo, o de un viaje, en vez de bálsamo
reparador puede convertirse en un verdadero infierno. Las razones son múltiples
y el hecho de que en nuestra sociedad
varias generaciones convivan bajo el mismo techo, con el aderezo de las
limitaciones económicas, funciona como catalizador de la disfuncionalidad
familiar en muchísimos casos.
Vale preguntarse si las rivalidades, el
rencor o la intolerancia son insalvables. Cada hogar tiene sus propias normas.
Y creo que si hay algo elemental para la convivencia es el respeto hacia cada
uno de los miembros, desde el más pequeño, débil o de menos ingresos. Solo bajo
dichos términos puede aflorar la armonía.
No pretendo juzgar a nadie. De hecho, mi
familia está muy lejos de la perfección. Pero no pasa un solo día en que yo
desee, que este, el mundo de mi hijo, sea un lugar mejor. Alguien dijo que lo
contrario de la fe no es la herejía, sino la indiferencia. Y me temo que debe
ser muy triste que la vida se apague con un conflicto a medias, una despedida
sin abrazo, una promesa por cumplir… No hay segundas oportunidades. Mi amiga y
yo sabemos eso.
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