Tenía
caracoles pequeños de pelo por casi todo el cuerpo, boticas altas y la ropa
impecable, siempre abrochado raramente el penúltimo botón. Jugábamos a ser
grandes, a inventar formas para escaparnos del pueblo. Y las tardes eran una
mezcla de escasas horas, carcajadas y humo de cigarro. Solo el abrazo a la
despedida era certero, la promesa de estar ahí al día siguiente sin importar
cuan fuerte soplaran los vientos. Así fui aprendiendo, entre risas y llantos,
los verdaderos términos de la amistad.
Hace
un par de días, en mi destino de vagar por terminales he reconocido a lo lejos
unas espaldas inconfundibles. Solo podía ser él. Corrí emocionada aun ante la
posibilidad de hacer el ridículo. Y en el momento justo en que intenté perderme
otra vez en su abrazo, para curar de
golpe tanto tiempo viejo, tanto desencuentro y ala rota, cuando mis brazos ya
casi estaban en su cuello, mi amigo me concedió, a penas, una mirada gris y un
ligero apretón en los hombros.
Sinceramente
nunca he sabido lidiar muy bien con el rechazo, pero ya estaba ahí y con la
cara encendida de vergüenza. Traté de recordar si alguna vez le hice un
desplante a aquel chico, busqué en su ropa indicios de que viviera en el
extranjero (eso explicaría la indiferencia) pero no era tan fácil. El peso de
aquella frialdad me caería más tarde, y con creces.
Seis
años puede ser demasiado tiempo para dejar de hablar con un amigo. El chico que
desnudó a Benedetti para mi, no era ya más el de antes. Desde que descubrió que
el suyo era otro triste caso de VIH decidió mantenerse distante, irónicamente
para no ser rechazado. Ahora vive solo. Después de la noticia todo se hizo agua
en las manos y solo unos poquísimos sabían porqué. La mayoría de los familiares continúa ajena
al hecho.
Pero
su deseo de esconderse no es orgullo herido, más bien instinto de supervivencia
en este mundo que puede ser tan frío. Al parecer en su trabajo la bola corrió
como papa caliente, la gente dejó de saludarlo y nadie usó el baño nunca más.
Lo único que sacó de aquella prole que alguna vez creyó amiga fue un par de
miradas de lástima y mucho cuchicheo en los pasillos.
En
mi viajaba de regreso pensaba en la fatalidad de aquel niño que hacía poesías.
En carne propia sé cuan dura puede tornarse la vida en cuestión de segundos.
Pero si existen personas que quieren cargarle más dolor del que soporta
obligado mi amigo, si con prejuicios y tonterías pretenden hacer sus días
doblemente miserables, entonces ¿cómo no esconderse? ¿Cómo sonreír? toda esta
gente me arrebató el abrazo de mi compañero de infancia.
Esa
tarde difícilmente se me salga del recuerdo. A la hora de despedirnos puse un beso
fuerte entre sus dudas y le dejé mis infortunios también con carcajadas, aun
cuando salieran calientes de un poco más debajo de la garganta. Pero es un
deber sonreírle a los amigos.
Recordé
a Varela en mi cabeza si pudiera darte
algo te diría no es el fin, no es el fin… Quiero creer que mi amigo reencontrará
su camino, hay viajes inevitables… Quizás la próxima vez que lo vea ya no tenga
la mirada triste.
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