La veíamos pasar,
siempre con la sonrisa a medias… A la vista era solo una muchacha hermosa, sin
grandes pretensiones.Pero nosotras sabíamos de ese hueco que latía en sus
brazos, de las ganas de ser y aquella canastilla guardada, por décadas, que
nunca vería la luz.
Las modas
ayudaron, los zapatos importados y las carteras de muchos colores. Pero el armario
bien nutrido y los atuendos diferentes para cada ocasión,jamás fueron un bálsamo
lo suficientemente duradero para engañar la vida. Cuando tres mujeres de su
edad se reunían, las máscaras comenzaban a caer, las cosas importantes en
verdad llenaban todos los espacios, y entre anécdotas y travesuras de niños
ajenos, el hueco en su vientre se volvía más doloroso, casi mortal. Entonces cómo
costaba lograr, a penas, una media sonrisa.
Un día las
cosas cambiaron. Una niña entró por su puerta para hacer florecer de golpe
todas las cicatrices que alguna vez sangraron. No le creció dentro, no llevaba
su sangre, era solo el bebé de alguien con cierto parentesco que se había ido
definitivamente fuera de Cuba.
Aun así no hubo remilgos. Los biberones y los
pañales terminaron con sus rutinas rigurosas y volcaron el hogar patas a
arriba, en una vorágine de llantos ensordecedores, gorjeos, carcajadas, y las
escasas fuerzas de una mujer, ahora sí, verdaderamente feliz.
La figurita
que encontró dentro del coche podía llevarse casi en una mano. Y con esa
obsesión desmedida que a las madres nos llega por instinto, se prometió cuidar
aquel cuerpo frágil para que nada malo pudiera alcanzarle. Alguna vez le
escuché contar que muchas veces despertaba a mitad de la noche, desesperada
porque a tientas no encontraba la cuna y sentía que alguien se llevaba a su hija…
fue exactamente ese miedo quien le hizo pegar la cama a la cunita aunque las
pesadillas no se fueron totalmente.
Pasaron los
años y su niña por fin dio pasitos, echó a correr, aprendió a saltar, e incluso
se rasguñó muchas veces las rodillas. Un día la llamó mamá y ella sintió que el
mundo y su complejo engranaje por fin habían encontrado el equilibrio exacto,
la órbita ideal para su mera existencia. Pasaron siete deliciosos años.
De porrazo
también sus pesadillas se volvieron reales. La madre biológica de la niña
reclamó sus derechos porque lo de ellas solo fue un acuerdo de palabras. Hubo
gritos, los familiares se pronunciaron por el éxodo, y en un abrir y cerrar de
ojos ella se encontró en un aeropuerto despidiendo para siempre a aquel cuerpecito
asustado que se iba, en contra de su voluntad a lo desconocido, y le decía
adiós detrás de los cristales… para ese entonces logró sonreír, pero cuando se
fue el avión sintió que el pedazo de alma que aún le quedaba se rompía en mil
pedazos contra aquel suelo lustrado.
No sé qué
experimentó entonces y la verdad tampoco me explico cómo logró sobrevivir,
aunque es bien sabido que el cuerpo humano es capaz de tolerar mucha angustia…
En fin, que son quizás estas historias la causa de que en Cuba nadie quiera
quedarse con los hijos de otro, por aquello de “quien da pan al perro ajeno,
pierde el pan y pierde el perro”. Pero no creo que la cuestión por proverbial
sea infalible, sobre todo porque hay muchos sentimientos involucrados de por
medio en algo tan sensible.
La adopción en nuestro país existe por los
medios legales, aun así muchas mujeres padecen las frustraciones de la
infertilidad sin pensar nunca en el tema. Nos queda muy grande,
definitivamente. Es muy triste que sea el miedo, los prejuicios o los remilgos
quienes terminen con la posibilidad de un niño de reencontrar una familia. Hay
historias con finales felices, respaldadas por la ley o frutos del azar, hay
adultos que crecieron en hogares adoptivos y hoy aman y agradecen profundamente
a sus padres, hay mujeres desgarradas como la de mi anécdota, y lo más
importante, hay niños esperando una oportunidad para ser felices, solos con sus
esperanzas, porque no tienen a nadie más en el mundo.
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