Era
una muchacha joven, de esas que no miraba más allá de sus ojos. Y cuando creyó
estar enamoraba confundió los términos y se encerró en una suerte de jaula de
donde ya después no supo cómo salir. Repitió día tras día la misma rutina,
siempre entre cuatro paredes. Nunca entendió en qué punto cambiaron las cosas,
pero en un abrir y cerrar de ojos se encontró escondiendo tras unas gafas
oscuras un moretón en el ojo.
Al
principio pensó que todo era producto de los celos. Y aún cuando sonara muy
enfermo, el primer puñetazo fue algo así como la confirmación de todo el amor
que su esposo sentía, del miedo inmenso de perderla. Y le supo dulce el golpe, porque según ella
venía de más adentro, de algún lugar recóndito del sentimiento.
Los
primeros meses las gafas resolvieron. Nadie sabía exactamente el aire
enrarecido que primaba en su hogar. Pero los golpes fueron cambiando de lugar,
y la rabia era cada vez mayor, como si ella fuera un animal que necesitaba ser
domesticado a la fuerza, por aquello de que la supremacía de género hay que
definirla desde los comienzos, mejor tener bien claro quién manda dentro de
casa.
El
supuesto secreto se volvió un rumor de barrio y luego se hizo más evidente.
Vivían en una casa pequeña de tablas y hubo un momento en que los puñetazos
podían escucharse perfectamente desde la calle. Mucha gente comenzó a mirarla
con lástima, pero la mayoría asumió el hecho como una vergüenza propia, algo
que no debería suceder y que los niños no tenían porqué escuchar.
Su
madre vino algunas veces y se la llevó a la fuerza, indignada ante tan poca
autoestima. Pero el círculo vicioso se repetía vez tras vez. Una pequeña luna
de miel y después el mismo ritmo enfermizo. Ella guardó años de dolor, de humillación,
de cicatrices de lesiones que calaron mucho más adentro de la piel desgarrada.
Todas
las historias no tienen finales felices, ni la gente hace exactamente lo que
debería. La muchacha de quien escribo no es tan diferente a otras mujeres. Ella
aún sigue en su mismo matrimonio que va para dos décadas, pero estudió,
encontró una profesión, se las arregló incluso para devolver alguna que otra
ofensa y ha encontrado un equilibro, donde hoy se siente respetada. Al menos
tiene otras opciones, sabe que existen otros caminos.
La
violencia doméstica siempre será penosa. Un moretón, incluso un amago, va en
contra de uno de los preceptos vitales por los que lucha nuestra sociedad, un
mundo libre de dolor infringido, de gafas oscuras como telón, de falsos sentimientos,
de lobos disfrazados de ovejas, de niños que guardan secretos muy grandes para
su edad, de gente que mira y también sufre.
El
Estado cubano tiene leyes muy estrictas contra la violencia de género, pero el
flagelo nace y crece dentro del hogar, del desconocimiento de la gente que cree
en falsos mitos. Aquello de que “me golpea porque me quiere mucho”, “perdió la
cabeza”, “los celos lo volvieron loco”, “había tomado, él normalmente no es
así”, son mentiras que una no quiere encarar. El matrimonio no tiene que ser
obligatoriamente una institución eterna, donde se admita lo imperdonable.
Es
bueno encontrar compañía, le hace a uno sentirse más fuerte, casi invencible, y
los sentimientos pueden retorcerse, eclipsarse y llegar a recovecos
desconocidos. Hay muchas formas de exteriorizar y expresar las emociones.
Sabina lo dice a su manera porque el
amor cuando no muere mata, y amores que matan nunca mueren… Pero no hay
nada de violencia en esa metáfora. Cada relación escribe su historia, con
límites y alcances, pero sin moretones, cicatrices, ni puñetazos que lamentar.
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