Me senté al lado suyo en el policlínico Guillermo
Tejas. Yo esperaba un turno para cobrar y asumí que ella también. Normalmente
soy muy reservada, pero con los completos desconocidos me invade una
espontaneidad inexplicable. Ni siquiera recuerdo quién habló primero, pero esa
mañana, sin saber porqué, descargué toda mi frustración en la mujer a mi
izquierda.
Comencé quejándome del calor infernal. Hablé mal de
las personas que no respetan las colas y lo condenado que estamos a las largas
filas en casi todos los lugares. Aseguré estar muy apurada aunque en realidad
no tenía nada urgente que hacer. Y cuando un niño armó una perreta frente a mí,
caí en el tema de lo difícil que es ser madre, y como una ronda, casi al borde
de la locura.
Cuando ya no me quedaba nada por decir le pregunté
si a ella le faltaba mucho en la cola, y me dijo que no estaba allí para
cobrar, esperaba a una doctora para un medicamento raro que no memoricé,
llevaba en el lugar casi dos horas, pero no tenía prisas. Debe haber sido mi
cara de despiste lo que le hizo explicar: “Yo tengo cáncer, ya nunca estoy
apurada”.
Fue clara en
el decir, sin muchos adjetivos. Me contó de la desesperación, de la verdadera
locura y de la sobriedad que queda después que alguien acepta lo inevitable. Se
expresó con una tranquilidad que me hizo avergonzarme por mi efusión sin
criterio.
Me aconsejó vestir de blanco para contrarrestar el
calor, y llevar una novela, algún libro o revista para hacer más tolerable la espera, por aquello de que “es peor el que
protesta que el que se cuela”.
Con mi niño la lección fue sencilla, disfrutar un
poco sus travesuras, porque lo que hoy
me agobia no es más que un regalo que no he sabido descifrar, “una vive la
maternidad exigiéndose tanto que olvida por completo, darse un respiro y
aprovechar cada minuto de la infancia de los hijos”.
Me contó que hace tiempo había comenzado un pequeño
proyecto para escapar del estrés, y ahora coleccionaba cactus, intercambiaba algunos
con amigos, visitaba lugares en busca de nuevas variedades, y esa actividad le
era tan gratificante que a penas podía esperar otro día para ampliar su
reservoriode macetas de barro.
Dijo mucho más, algunas cosas me hicieron
estremecer a pesar del optimismo. En
minutos, trastocó mi mañana con una sabiduría pasmosa. Nunca pregunté su
nombre. Pero escribí estas líneas de un tirón como suerte de agradecimiento.
Sin esperarlo me llevé una lección de las buenas, de esas que una necesita,
cuando, aun con los ojos abiertos, no ha aprendido a ver la vida.
No me hizo falta vivir la experiencia, con tu relato, bastó para avergonzarme tmabién de mi ceguera...Gracias
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