Cuando Lucas llegó a la vida de Leidi fue como si
todos los desencuentros de ambos
hubiesen tenido un propósito. Ella asegura que fue el calor lo que la hizo
desfallecer en una cola cualquiera, y al abrir los ojos él estaba ahí,
abanicándola con su expediente laboral.
La acompañó a su casa, esa y muchas otras tardes. Y
justo después del primer beso, ella le soltó una confesión que cambiaría sus
vidas: “estoy embarazada…”. Leidi recuerda que Lucas caminó hacia la puerta y
pensó que sería la última vez de aquel idilio, pero él muchacho pálido, aún
temblando decidió quedarse.
Para Lucas no fue fácil. Su familia de primer golpe
le dio la espalda. Aquello clasificaba como la mayor “tontería” de su estirpe.
Nadie podía entender que él quisiera hacerse cargo de una mujer que esperaba el
hijo de otro, una desconocida, una…
Pero siguió adelante. Colgó sus pulóveres en el
closet de Leidi y puso cariño en la pancita que crecía. Le hablaba en las
noches y le cantaba también. Con su tercer salario compró la cuna y ambos
pintaron lunas, nubes y estrellas para asegurar a su niño un trozo de cielo.
Lucas recuerda las cuatro horas que se pasó en un
pasillo, cerca del salón de partos, escuchando los gritos de su mujer, la
impotencia de estar allí, sin poder hacer nada…Y cuando la enfermera le puso
entre los brazos a la criaturita y le dijo: “papá, aquí está su hijo”, confiesa
que lloró desconsoladamente, como si no mereciera tanta felicidad.
Al bebé le llamaron Adrián más los apellidos de
ambos. Y la vida siguió su curso inexorable. Lucas le llevó al salón de la
infancia, le enseñó a montar bicicleta, le hizo su primera carriola y estuvo
desvelado todas las noches por el mínimo malestar que aconteciera en la
cabecita revuelta que se dormía cada noche en su regazo.
El progenitor biológico de Adrián un día entró en
la escena. Y fue el propio Lucas quien le contó a su hijo que no llevaban la
misma sangre, pero que los afectos son cosa mucho más fuerte, la conexión entre
ellos venía de más profundo, de un lugar en el centro del pecho, que late
continuamente a la izquierda.
Muchas veces tuvo que cargar con la desconfianza de
algunos parientes por no ser “familia”. Sufrió el cliché de que los padrastros
no siempre tienen las mejores intenciones. Hay anécdotas tristes que hasta hoy
le atormentan.
Y lo más irónico de la vida sucedió después. Leidi
fue la de la idea de buscar una hembra para tener la parejita. Ya Adrian tenía
10 años y ellos aun eran jóvenes. Lo intentaron por varios meses y nada parecía
funcionar, ni siquiera la miel de güira, o los brebajes de todo el barrio.
Después de un tratamiento con los especialistas en
fertilidad Lucas descubrió que padecía
un raro trastorno del hipotálamo que impedía que sus espermatozoides pudiesen
fecundar algún ovulo.
Como en otros momentos recibió la noticia con un temblor que le recorrió
todo el cuerpo. Pero en las paredes verdes de aquella consulta pensó en el
destino, en las leyes divinas, en su acertada decisión de ser el padre de
Adrián cuando solo tenía 24 años y una carta de ubicación laboral.
Agradeció a la doctora y se fue. Esa tarde, a las
puertas de la escuela, le dio a su muchacho el abrazo más fuerte de todos, y
pensó para sus adentros que solo serían ellos dos, pues aquel era el único hijo
que la vida le ofreció y él había sabido aceptar.
No es padrastro, es el padre, porque estuvo allí para el niño desde el primer día. La gente tiene demasiada fijación con la sangre. Muy bonita historia.
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